Hola!! Mi nombre es Diego Rodríguez Paz, tengo 42 años, vivo en Montevideo – Uruguay y estoy casado con Sandra, una increíble mujer. Tenemos dos hijos maravillosos: María Belén (9) y Emanuel (6).
Mi viaje personal hacia esta montaña comenzó en mi corazón y en mi mente hace muchos años… más de los que puedo recordar.
Conozco la historia de los Sobrevivientes de los Andes desde que tenía unos 10 o 12 años, y con el tiempo fui metiéndome cada vez más en ella.
Amo las motos… todas. Ya no me importa la cilindrada, la marca ni el estilo. Solo busco sentir la libertad de la ruta, conocer nuevos lugares y disfrutar de la hermandad que se forma, muy parecida al espíritu del rugby, que también practiqué un tiempo en honor, respeto y admiración a este increíble grupo de personas.
Durante más de 20 años seguí el programa «Vértigo», de Nando Parrado. Tuve la oportunidad de conocerlo y hablar varias veces con él, aunque nunca sobre la montaña. Sentía que no debía preguntar.
Los años pasaron, y me propuse como meta personal que, a los 50 años, iba a subir a la montaña donde cayó el avión, para rendir un humilde homenaje a los que allí quedaron y también a los que regresaron. Sentía que tenía que llegar hasta ese lugar, tocar la cruz llena de Rosarios y decir “gracias” por todo lo que nos enseñaron… y lamentar que no todos pudieran volver.
Desde mi abuela materna, María Asunción, siempre supe de Dios. Iba a un colegio inglés donde no se practicaba ninguna religión, así que conocía solo lo básico.
Por distintas circunstancias de la vida, a los 26 años empecé un camino de fe y me acerqué a conocer a Dios, a quien le estaré agradecido de por vida: me regaló una nueva vida, una familia, un camino.
Con el tiempo comencé a leer los 12 o 14 libros de los sobrevivientes, buscando entender cómo habían sentido a Dios en la montaña, sus creencias, sus diferentes posturas religiosas y filosóficas.
Sentía que yo también necesitaba experimentar eso, porque acá abajo, en la ciudad —en esta jungla humana—, no lo estaba sintiendo. Estaba pasando por una crisis de fe personal, llena de cuestionamientos.
Y como creo en Dios y en las señales que nos manda, un día, en Facebook, me crucé con la excursión de Latitud Aventura, que además sería uno de los últimos viajes de Carlitos Páez, junto a su familia.
Me puse en contacto en San Rafael o Mendoza —no recuerdo bien— con un gran tipo, Francisco, que me bancó la cabeza con mil preguntas, siempre con buena onda y una amistad difícil de explicar con palabras. Luego me contactó con otro gran tipo, a quien hoy considero mi amigo a la distancia (porque él siempre está escalando alguna montaña, y yo acá, rodeado de cemento): Octavio 🏔.
Mi esposa sabía de este sueño desde hacía más de 12 años y me acompañó a una reunión con Octavio en La Pasiva, donde nos contó sobre esta loca y hermosa aventura.
Salí de ahí y le dije a mi mujer (ella no viajaría porque debía quedarse en Montevideo con los niños):
—Ni loco voy. ¡Hay que andar a caballo, cruzar cañadas, dormir afuera, a 3.600 metros de altura y con frío! Esto no es para mí.
Pero siempre me gustaron los desafíos, saber hasta dónde puedo llegar, vencer mis prejuicios y mis miedos, y, sobre todo, poder enseñarles a mis hijos algo que les sirva para la vida. Con ese objetivo me embarqué… hacia lo desconocido.
Soy un empleado con un sueldo común, así que tuve que mirar los gastos. Viajé en bus y luego en barco hasta Buenos Aires, tomé un micro a San Rafael, dormí en un hotel y preparé el equipo —que pedí prestado a todo el mundo—, porque jamás había planeado algo así ni convivido con el frío, y mucho menos con la nieve.
Salimos a las 6:00 de la mañana en una traffic y luego hicimos 40 km en camión por una carretera llena de piedras del tamaño de una pelota de fútbol, hasta que llegó el momento de montar los caballos.
En 42 años solo una vez me había subido a uno. Yo conocía los 636 cc de caballaje de mi moto… pero esto era distinto, muy distinto.
Aun así, acepté el desafío.
Al llegar a la primera montaña y ver el camino, me asusté. Me llené de dudas, de miedo, y pensé en abandonar.
Ahí apareció Octavio, transmitiéndome tranquilidad y confianza.
Pero surgió algo más: tengo vértigo, y no sabía cuánto me afectaba hasta que comencé a transitar la montaña. Me encomendé a Dios, y le doy gracias porque me mandó a Fosforito, un ángel de cuatro patas que me llevó y me trajo… con todas mis cosas: mis miedos, mis inseguridades, mis defectos y alguna virtud también.
En el camino hacia el Memorial, pasé por todos los estados de ánimo posibles. Algo dentro de mí me decía que debía seguir.
Siempre tuve miedo de que, si algo le pasaba a mi esposa o a mis hijos en un lugar así, yo no podría ayudarlos por mi vértigo. Eso me angustiaba mucho.
Pero también quería dejarles grabado el mensaje de que, si algo pasa en la vida, hay que seguir adelante con amor, porque el ejemplo de esos 16 muchachos lo confirma: la vida es vida y merece ser vivida.
Llegué a la cima y encontré parte de lo que buscaba.
Tuve además el regalo de que nevara en el Memorial, y allí pude, en silencio, preguntarle a Carlitos Páez cómo había sentido a Dios durante esos interminables 72 días, junto a su Rosario.
Tengo tanto que contar… detalles, imágenes, momentos.
Pero luego había que bajar, y mis miedos volvieron con más fuerza. Subir fue difícil, pero bajar fue aún más duro.
Por suerte, siempre tuve cerca a dos o tres arrieros que nos guiaban —uno de ellos, un niño de 6 años, como el nieto de Carlitos, Juan Justo—, y otro que, curiosamente, se llamaba Jesús.
En un momento, mi vértigo fue tan grande que dije que no bajaría a caballo, que lo haría caminando o sentado… me llevaría días.
Pero la montaña me enseñó una gran lección: confiar. Confiar en los demás, escuchar, entregarse.
Jesús, el arriero, me ayudó más de lo que puedo explicar.
También pasé frío, muchísimo frío. No dormí en toda la noche. Tengo frío hasta en verano, pero por respeto al lugar, no dije nada.
Vi cómo Octavio le dio su campera especial a alguien que había conocido ese mismo día, y eso me marcó profundamente. La montaña me dejó códigos de compañerismo y generosidad que no olvidaré.
Me refugié en lo que llamé la “carpa de los montañistas nocturnos” (Octavio, Pancho, Gabriel y otros), y al escucharlos hablar con tanta pasión, tanto amor y tanta humildad por la montaña, el frío se me fue.
Por un instante, quise subir con ellos al K2, al Himalaya, al Everest… solo por ver en sus ojos esa pasión que me recordaba a mis años sobre las dos ruedas.
De eso se trata la vida: de desafíos constantes.
La mejor y única foto que tengo a caballo en la montaña se la debo a Octavio. Siempre se adelantaba en el camino para retratarnos a todos. ¡Gracias, de corazón!
Los chistes de caballo a caballo, las miradas, el silencio, la luz, la belleza del lugar…
Tanto tengo para escribir, que cuando Octavio pidió unas frases, me entusiasmé.
Hoy me despido feliz: por haberlo vivido, por poder contarlo, por seguir sintiéndolo, y porque vi feliz a Octavio al entregarme mi diploma de montañista.
Salimos todos juntos… ¡y volvimos todos juntos! 🏔👏
Gracias a todo el equipo de Octavio y su gente.
Gracias a Latitud Aventura.
Y gracias, muchas gracias.
Un abrazo grande de cumbre, y como siempre digo… en algún momento nos volveremos a cruzar, amigo.
Gracias, amigo. 🏔🙋♂🏍🏁







